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La concesión del Premio Nobel de la Paz al presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, ha causado sorpresa. El acuerdo del Instituto Nobel se basa más en los elementos intangibles del bisoño mandatario estadounidense "apenas lleva ocho meses y medio en la Casa Blanca" que en la realidad de sus actos. Da la impresión de que los Nobel han quedado cautivados por la obamanía, cuando lo más prudente era observar el tránsito de las declaraciones de intenciones a la toma de decisiones.

Es incuestionable que Obama ha introducido nuevos elementos en las relaciones internacionales de la primera potencia del mundo, un contraste positivo respecto a su antecesor, el republicano George W. Bush. De nuevo se han recuperado los términos del diálogo y el acuerdo para resolver los conflictos, el militarismo ha entrado en una fase de contención tras años de una escalada infernal que tiene todavía dos heridas abiertas: Irak y Afganistán. Tampoco puede olvidarse el nuevo clima que quiere mantener Estados Unidos con todo el mundo musulmán tras una etapa de abierta hostilidad. Todo ello son méritos que deben atribuirse a la política de Barack Obama, pero cabe insistir en que todavía son esbozos, apuntes de un nuevo rumbo por definir y que, por supuesto, no estará exento de problemas. Los más inmediatos están en Irán y Corea del Norte.

Obama recibe, con el Nobel de la Paz, un importante balón de oxígeno ante el vertiginoso descenso de su popularidad, atribuible a las dificultades para acometer la reforma sanitaria de su país. Otro elemento que se sumará a la inevitable polémica provocada por su designación como merecedor de uno de los premios más prestigiosos.