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Es un hecho evidente que las elecciones al Parlamento Europeo se convierten siempre en una especie de reválida para los gobiernos de los países de la Unión, porque es de pura lógica que los ciudadanos tengan presentes las cuestiones domésticas cuando la burocracia de la UE asemeja algo tan lejano, frío y distante. Aunque lo cierto es que no es así y que muchas de las directivas aprobadas están vigentes y son de obligado cumplimiento y resulta difícil discernir si la legislación procede o está dirigida desde Bruselas o, por contra, es algo propio de los Ejecutivos nacionales.

Lo cierto es que, en el caso español, las cuestiones de casa son las que priman sobre cualquier otra en los actos públicos de los grandes partidos y salen a la palestra desde la burbuja inmobiliaria, a los casos de corrupción en el PP o la elección del Patxi López como lehendakari. Nada que objetar a que los políticos utilicen las armas más pertinentes para conseguir hacerse con el mayor número de votos, pero los ciudadanos tienen derecho a saber qué es lo que nos va y qué es lo que se va a hacer en Europa en función de la composición de la nueva Cámara. Y esto no tiene nada que ver con algunas de las cuestiones más candentes de la política nacional, salvo en aquellos aspectos de lucha contra la crisis económica en los que, lógicamente, la Unión deberá adoptar medidas comunes que afecten a todos sus socios.

Y, pese a que pueden ser un buen termómetro, las elecciones europeas no son unas primarias y, por tanto, sus resultados tampoco deben ser extrapolados, aunque sí tenidos en cuenta por Gobierno y oposición para saber por dónde respira y hacia dónde quiere ir la sociedad, si mantiene la línea de hace un año o ejerce un voto de confianza o de castigo.