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Olvídense de todo lo que han aprendido. Comiencen a soñar» es sólo uno de los cientos de eslóganes que llenaron las paredes y las pancartas en aquel ya lejano Mayo del 68 que con el tiempo ha llegado a convertirse más en un mito que en parte de la historia reciente. Han pasado cuarenta años, aunque parezca imposible, y aquellos estudiantes que protagonizaron la revuelta francesa más célebre después de la revolución, se han convertido en abuelos.

Pocos se ponen hoy de acuerdo en cuál ha sido la herencia de aquellos sucesos que pusieron en vilo a toda Europa e hicieron temblar al régimen dictatorial en España, temeroso del contagio transfronterizo.

A pesar de la fuerza y el entusiasmo de miles de estudiantes y obreros, finalmente la revuelta quedó sepultada por el peso del poder y de las estructuras de una sociedad preparada para aplastar cualquier intento de destrucción de los cimientos en los que se basa.

Pasadas cuatro décadas, la lección de Mayo del 68 nos dice que todo es posible, que ni siquiera hacen falta organismos "los sindicatos y los partidos de izquierdas se apuntaron a la movida cuando ésta ya alcanzaba dimensiones respetables para obtener réditos" para plantar cara a las injusticias. También nos advierte de que la liebre puede saltar cuando uno menos lo espera, pues Francia en 1968 llevaba dos décadas de constante crecimiento y conquista del bienestar.

En contrapartida, hay que convenir que la sociedad de hoy está bien lejos de aquella. El espíritu de nuestros estudiantes nada tiene que ver con el de aquellos jóvenes que querían cambiar el mundo. Hoy en día impera el individualismo feroz y parece poco probable que un colectivo, cualquiera, coordine sus movimientos en favor de una conquista social.