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El papa Benedicto XVI culmina hoy un viaje a Estados Unidos que ha resultado significativo por cuanto el gigante norteamericano es un país profundamente religioso y una cuarta parte de su enorme población profesa la fe católica. Empujada por una creciente y creyente inmigración latinoamericana, el catolicismo continúa su carrera ascendente en una nación que se ha destacado siempre por la proliferación de sectas y la asimilación de creencias de todo tipo.

Pese a todo, es un país creyente y practicante, porque los católicos norteamericanos son más activos y dinámicos en su fe que los europeos, más proclives a pensar en la religión como en algo privado que se ejerce casi en la intimidad familiar.

No ha querido soslayar Benedicto XVI los temas espinosos a los que se enfrentaba en este periplo. El más importante, y sangrante, los casos de pederastia protagonizados por sacerdotes norteamericanos que levantaron una profunda herida y un no menor escándalo en todo el mundo.

El Pontífice ha roto la agenda prevista para reunirse con los familiares de las víctimas de estos abusos sexuales, a petición de éstos. Un gesto valiente que le honra. No en vano quienes le conocen aseguran que Ratzinger ha sufrido como algo personal la vergüenza de estos hechos: durante décadas, entre 4.000 y 5.000 sacerdotes norteamericanos abusaron de 14.000 niños o adolescentes. Unas acciones por las que el Papa ha pedido perdón.

Aparte de estos asuntos internos, aprovechó el eco mediático de su visita para exigir a los dirigentes del mundo que reaccionen ante la violación de los derechos humanos allá donde se produzcan, una actitud con la que la mayoría coincidirá, sean cuales sean sus creencias.