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Hubo un tiempo en el que la palabra senador era casi sinónimo de persona respetable, digna, culta y hasta elegante, quizá por herencia del Senado romano (aunque allí también se las gastaban buenas) y del Senado norteamericano, constituido por personajes que forman una particular casta en ese país que carece de estamento nobiliario.

Pero ahora la cosa está en decadencia, al menos en Italia, cuna precisamente de la tradición senatorial. La última sesión ha resultado no apta para menores ni para sensibles, porque por la sala han sobrevolado los insultos más impresentables en boca de unos políticos de los que no puede decirse nada mejor. La consecuencia ha sido el fin del mandato de Romano Prodi, que estaba al frente de un Gobierno en precario desde hacía veinte meses. Ni siquiera sus aliados le han prestado apoyo, lo que ha dinamitado su delicada coalición, tras superar 33 mociones y votos de confianza en tan corto período. Quemado de una realidad política que supera a cualquier trastornada ficción en su país, el veterano dirigente parece inclinarse por la jubilación (tiene 68 años), al declarar que se va a «dedicar a los nietos».

Lo cierto es que Italia queda en situación de vodevil con tintes de drama. El país alpino padece desde los años 90 del siglo pasado una crisis política y económica de la que no parece saber salir y su clase dirigente no ha hecho más que dar pruebas de una bochornosa actuación tras otra, desde Berlusconi hasta hoy. Resulta difícil de creer que los ciudadanos de a pie confíen en políticos de esta calaña y, a la vez, que este Parlamento refleje a la sociedad a la que representa. Con el agua al cuello, el país tendrá que buscar una salida al estilo de la transición española, si es que sabe hacerlo.