TW
0

Madrid fue el escenario de una multitudinaria concentración convocada por el Arzobispado de la capital bajo el lema «Por la familia cristiana», la cual contó con el apoyo y participación de toda la cúpula de la Conferencia Episcopal Española. Según los organizadores, casi dos millones de personas acudieron al acto (muchas menos según otras fuentes), el cual acabó convirtiéndose en una tribuna desde la que se lanzaron los más variopintos ataques a la política del Gobierno por parte de la jerarquía eclesiástica.

Es indiscutible que la Iglesia española está en todo su derecho de expresar las críticas que considere adecuadas a las decisiones que tome el Gobierno, sea éste del color que sea. Ello no significa que se tengan que dar por buenas todas las manifestaciones realizadas por los obispos y cardenales, como el de Valencia, los cuales quieren responsabilizar al «laicismo radical» la destrucción de la democracia. Un razonamiento absurdo que, además, sitúa a los promotores de esta idea al borde mismo de la Constitución.

Todo indica que en la madrileña plaza de Colón se congregaron los sectores más integristas de la Iglesia católica española, los cuales son incapaces de admitir fórmulas diferentes a la tradicional para su concepto de familia. En el marco cultural y social de Occidente, entrado ya el siglo XXI, es anacrónico criticar o ridiculizar modelos de convivencia familiar plenamente aceptados, al margen de la Iglesia, el mismo Estado o entre personas del mismo sexo. Lo mismo puede decirse del divorcio civil. Opciones todas ellas absolutamente voluntarias.

El acto, los motivos, las intervenciones de la concentración de Madrid fueron un inmenso error de la Iglesia española, además de la inoportunidad de su celebración a pocos meses de una cita electoral. En todo caso, se trató de una injerencia de la Iglesia en decisiones que corresponden al poder civil elegido democráticamente.