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La intervención días atrás del presidente de los Estados Unidos, George Bush, ante la Asamblea General de la ONU estuvo marcada por unos acentos que sorprendieron a unos, irritaron por su larvado cinismo a otros y no convencieron en absoluto a la mayoría. Y es que a estas alturas el mandatario norteamericano precisaría de una autoridad moral de la que carece para respaldar el discurso de carácter humanista que pronunció ante los dirigentes mundiales en su anual reunión.

Próximo el fin de su segundo mandato, es evidente que Bush no aparece, ni siquiera para sus incondicionales partidarios, como un apasionado defensor de los derechos y la paz en el mundo. Pese a ello, por ahí fueron sus tiros en un alarde de vacía retórica que, es necesario repetirlo, resultó de todo menos convincente. Apenas habló de Irak, aunque quizás tampoco era el escenario adecuado para hacerlo si se tiene en cuenta el nulo caso que hizo al organismo internacional a la hora de emprender su empresa guerrera en aquel país. Pero es que tampoco prestó mucha atención a las guerras, y en su lugar prefirió recordar a la ONU su deber de luchar contra las tiranías, la enfermedad, el analfabetismo y el hambre. Tras destacar la importancia de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, teórico norte y guía de la ONU, Bush se permitió incluso reconvenir a la organización aireando la «decepción» que siente el pueblo americano por los fracasos del Consejo de Derechos Humanos, en alusión al silencio de dicho Consejo ante la represión practicada por regímenes como el cubano, el iraní o el venezolano. Tal vez la indiferencia y en algunos casos la indignación de los miembros de buena parte de las delegaciones asistentes conformaron el apropiado eco que merecía una tan desafortunada intervención.