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La Comisión Europea acaba de fijar su atención en un problema de sobra conocido y que sufren las mujeres desde su incorporación masiva al mercado de trabajo: la desigualdad laboral y el deber de atender casi en solitario las tareas del hogar. Es un asunto que todas las familias conocen de cerca y que, tal vez, no tenga la dimensión que los políticos creen.

Estiman en las altas esferas europeas que la causa de que las mujeres cobren menos que los hombres "un 15 por ciento de media" es que acaparan trabajos peor remunerados para poder compaginarlos con los quehaceres domésticos. La solución, según dicen, es incorporar a las féminas a cualquier tipo de trabajo, promover los ascensos y el triunfo laboral. ¿Cómo hacerlo? Empujando a los hombres a hacerse cargo también de las tareas domésticas y, sobre todo, del cuidado de los hijos. Es decir, «feminizando» el mundo masculino.

Lo que seguramente ignoran los jefazos de la UE es que millones de mujeres eligen esos trabajos «femeninos» por vocación, por gusto. Y millones más deciden libremente ocuparse personalmente de sus hijos renunciando a un éxito laboral que probablemente les compense menos que el éxito familiar.

Hay casos para todos los gustos, desde luego, pero no es casualidad que la mayoría de las ocupaciones de carácter social estén ocupados por mujeres. Tienen idéntica capacidad para llegar a ser directivos y ejecutivos de altísimo nivel, pero optan por elegir profesiones que les colman a nivel personal y entre ellas dominan las de servicio a los demás.

Está bien que se fomente la promoción laboral de la mujer y la igualdad salarial es más que justa. Pero tal vez estaría aún mejor que se reconociera su esfuerzo en casa. Que el trabajo doméstico extra, el cuidado de niños y ancianos y la dedicación familiar se pagara con un salario justo. Eso sí sería progresista.