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Veinticuatro horas antes de que se abran las puertas de los colegios electorales estamos convocados a vivir una jornada de reflexión en la que, supuestamente, tenemos que analizar todos los mensajes escuchados durante estos quince días pasados, para dirimir quién merece nuestro voto. Generalmente no es así. Al contrario, los ciudadanos estamos empachados de tanto discurso electoral, de insultos, descalificaciones, promesas de proyectos faraónicos, propuestas disparatadas y toda clase de argumentos -muchos muy válidos, por cierto- que han quedado minimizados por el ruido de las espadas.

Dos semanas a todo gas y muchos meses previos de campaña a media voz nos han dejado agotados, casi más a los ciudadanos que a los propios candidatos, que echan el resto en estos casos. El sábado de reflexión será, para la mayoría, la oportunidad perfecta para ver un telediario sin escuchar enfrentamientos habituales y para desconectar de la cuestión política.

La verdad es que nos merecemos un descanso porque -por desgracia en un país que debería vivir a otro ritmo político después de décadas de dictadura- la idea general que se respira una vez cerrada la campaña es que la política es más un cuadrilátero pugilístico donde se permite más el juego sucio que otra cosa.

La gestión de nuestros pueblos, ciudades y autonomías durante los próximos cuatro años es lo que está en juego y cada uno de nosotros tendríamos que pensar qué tipo de sociedad queremos, cómo nos gustaría diseñar el entorno, las cuestiones básicas (educación, sanidad, transporte, inmigración, servicios sociales, empleo vivienda...), qué queremos y quién creemos que puede garantizar que esos anhelos se hagan realidad. Sólo son 24 horas, pero podríamos hacer el esfuerzo de pensar, reflexionar y, mañana, hablar con el voto, sin necesidad de alzar la voz.