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El Tribunal Constitucional ha dado la razón a la Iglesia católica sobre la potestad que tiene ésta última para determinar la idoneidad de los profesores de la asignatura de religión, unos profesores que, por otro lado, contrata el Estado. La cuestión es sumamente compleja porque no se trata de una materia en la que se impartan únicamente conocimientos. Existen elementos diferenciadores que afectan a criterios morales que son establecidos en función del dogma y, por tanto, van mucho más allá de lo que sería impartir unos temas objetivos sobre la historia de la Iglesia. En este sentido, parece lógico que ésta tenga algo que decir, ya que no sería razonable, ni los alumnos podrían entender, un comportamiento del docente en su vida privada que no se correspondiera con esos criterios de moralidad y ejemplaridad.

Además, esta línea está sustentada por el concordato que en su día suscribiera el Estado español con la Santa Sede y que sigue actualmente vigente, sin que se haya puesto en cuestión por parte de los partidos con mayor representación parlamentaria (PP y PSOE), aunque sí se apuntan voces discrepantes desde otras formaciones minoritarias.

Otro asunto diferente es el de si los centros públicos deben impartir religión a sus alumnos, una asignatura evaluable, pero que no computa en la media. Y aquí si cabe señalar que en un Estado laico no existiría duda alguna. El problema es que la definición constitucional del nuestro es la de 'aconfesionalidad', no la de la 'laicidad', lo que supone que, mientras no exista un cambio sustancial en la Carta Magna, se sostienen unos privilegios para la Iglesia católica que pueden ser cuestionados sin lugar a dudas. La religión, como cualquier otro tipo de adoctrinamiento, podría perfectamente excluirse de los cursos académicos en centros públicos. Otra cosa son, ciertamente, los centros concertados o privados, que son elegidos libremente por los padres y que tienen sus propios idearios.