Mucha ropa de segunda mano entre fotos de Franco y perfumes de imitación.

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Testimonial, agonizante son los mejores adjetivos para definir lo que resta de aquel bullicioso, colorista y surtido mercado que hasta mediados de los años setenta llenaba de vida las Avenidas desde la Porta de Sant Antoni hasta morir casi en el mar todos los sábados. Cientos de payeses bajaban a Palma para vender todo lo que producían en el campo. El pasillo central de las Avenidas quedaba sembrado de coles, tomates, caracoles o espárragos. El canto de pollitos y pavos subían los decibelios, especialmente cuando pasaban de la jaula a manos del comprador. Cuando se acercaba la Navidad eran muchos los que compraban una pava para engordarla en casa. A medida que te acercabas a la Escuela Graduada, verduras, animales y plantas daban paso a puestos de zapatos, ropa, herramientas, utensilios de barro o de palmito.

Cruzando la calle se situaba el rastro. Cómodas, espejos o dormitorios completos amueblaban la plaza de la Escuela Graduada y alrededores de antigüedades y trastos viejos. Chamarileros y gitanos ofrecían desde libros a vajillas. La mercancía era tanta y tan variada que podías pasar la mañana entera. Eran otros tiempos. Ahora, y tras unos años en los que se cambió su ubicación, de mercado ha pasado a baratillo. La oferta se reduce a bisutería, artesania africana, bolsos y perfumes de imitación, manteles, zapatos, souvenirs y adornos kitch. Al rastro no le ha ido mejor, incluso lo de rastrillo le viene grande. Sólo hay unos pocos muebles y vasos desvencijados, mucha ropa y trapos viejos, cargadores de móviles y poco más. Así, no es de extrañar que los vendedores se quejen de sus pocas ventas. Turistas, inmigrantes -de países del Este y norte de Àfrica- copan el grueso de visitantes del baratillo. Estos últimos se agolpan casi y exclusivamente ante los puestos de ropa de segunda mano.

El mercadillo, si alguien no pone remedio, agoniza. Una paradoja, ya que en muchas capitales no sólo se mantienen, sino que aumentan. Cort debería unificar los tenderetes -como hace en la plaça Major- y prestar más apoyo a estos comerciantes.

Lydia E. Corral