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Más de mil inmigrantes procedentes de Àfrica han llegado durante el fin de semana a las costas de Canarias en una nueva avalancha propiciada por la luna llena, el mar en calma y, como siempre, las mafias que trafican con seres humanos y la situación desesperante del continente negro. Las autoridades de las islas ponen el grito en el cielo y exigen, con razón, ayuda inmediata. Desde el Gobierno de la nación se promete que se redoblarán los esfuerzos desde tierra, mar y aire. Pero, en el fondo, como todos sabemos, es una marea incontenible, tan persistente como el flujo y reflujo del mar. El porqué está más que claro y para combatir este mal no basta con poner tiritas a los síntomas, sino que hay que atacar la razón que los motiva. Y todos sabemos cuál es: el hecho vergonzoso e increíble de que hayamos condenado a la más absoluta miseria, a la ignorancia, a la enfermedad y a la falta de libertades y de derechos básicos a millones de personas que tuvieron la mala suerte de nacer en una parte del mundo sin perspectivas de futuro, dominada por la corrupción, el despotismo y la pobreza.

Con estas credenciales, poco podrán hacer el presidente Zapatero y su equipo, por muchos aviones y satélites que ponga a vigilar las fronteras. España es la puerta de entrada. Pero, ojo, aunque los africanos llegan de forma llamativa, dejándose en muchos casos la vida en el intento, hay otros muchos, miles, que llegan por los aeropuertos, desde los países de Europa del Este y desde América Latina.

No podemos cerrar los ojos y, sobre todo, la Unión Europea no puede desentenderse de un fenómeno de esta magnitud, que no sólo cambia la fisonomía de nuestra sociedad, sino que además toca de lleno el más puro y duro sentido de lo humanitario.