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Uno de los caballos de batalla de la ultraderecha europea es ya desde hace años la cuestión de la inmigración. Por ello, nada tiene de particular que con vistas a futuros encuentros electorales en los distintos países los partidos de extrema derecha estén perfilando sus estrategias encaminadas a la caza del voto xenófobo. Y se observa que en esta partida también quiere participar la derecha más moderada, democrática, ganosa de que no se le escape un rédito electoral de cierta importancia. La disputa entre ambas derechas podría ser cuestión de tiempo. En Holanda, en Alemania, incluso en España -se anuncia de cara a las próximas municipales y autonómicas una posible coalición de distintas facciones de Falange de las que no se tenía noticia desde hacía años-, se va a entrar posiblemente en una competencia de la que sin ninguna duda el que saldrá peor parado será el inmigrante. El país en el que se advierte todo ello con más claridad es, hoy por hoy, Francia. Allí, la nueva ley de inmigración ideada por el ministro del Interior, Nicolas Sarkozy, presenta unos caracteres mucho más restrictivos que las anteriores. Como ya se ha denunciado por parte de grupos defensores de los derechos civiles, parece que sólo se admitirá a los inmigrantes que resulten necesarios para la economía, sin importar lo más mínimo las personas, su precaria situación o sus maltratados derechos. La expresión de Sarkozy, «Los que no amen a Francia que se vayan», es prácticamente un calco del lema de los soberanistas de De Villiers («A Francia la amas o la abandonas»), que a su vez podría suscribir igualmente alguien como Le Pen. Recientes encuestas atribuyen a Le Pen el 14% de las intenciones de voto en la primera vuelta de las presidenciales, y el 4% a De Villiers. Y Sarkozy querría hacerse con ese capital electoral. Pero es lamentable que desde una derecha supuestamente democrática haya elegido semejante camino.