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Cuando el grupo radical Hamas ganó las elecciones palestinas por amplísima mayoría, tanto las autoridades de Washington como las de Bruselas -amén de las israelíes- reaccionaron con preocupación y mucha cautela, por cuanto la delicada situación en Oriente medio podría complicarse todavía más. Pasados unos meses, el plazo razonable para comprobar qué camino iba a seguir la nueva Autoridad Palestina, lo cierto es que el gobierno de Mahmud Abas, hasta el momento, no ha dado el menor indicio de cumplir con las exigencias que la comunidad internacional le hacía: reconocer al Estado de Israel, renunciar a la violencia y adherirse a los compromisos firmados en la Hoja de Ruta para la pacificación de la zona. A consecuencia, lo mismo las autoridades europeas que las norteamericanas han decidido retirar las ayudas económicas directas que el pueblo palestino recibe desde hace años, aunque seguirán fluyendo hacia allí a través de organizaciones no gubernamentales de ayuda humanitaria.

Puede parecer, y sin duda así lo harán creer los extremistas islámicos, un castigo a Palestina por haberse decantado de forma tan rotunda por el radicalismo. Sin embargo, nadie puede defender que Bruselas y Washington sigan subvencionando una política de agresión constante, de amenaza y de violencia. Si los nuevos dirigentes palestinos quieren continuar contando con apoyo internacional para su justa causa -la consecución de un Estado propio en los límites a los que aspiran- deberán hacerlo sirviendo, antes que nada, a la causa de la democracia y las libertades. Sólo de esta manera, Palestina podría integrarse plenamente en una comunidad internacional en la que, naturalmente, también estará el vecino Israel. Y para ello las reglas de la perfecta convivencia son de obligado cumplimiento.