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El pasado verano, en la ciudad de Kioto, tuve la ocasión de pasear de noche por el barrio de las geishas, Gion, que está cerca del río. Es un barrio como otro cualquiera de la ciudad, con calles estrechas, no muy ilumindas, aunque, puede que lo que lo diferencie del resto sea el constante llegar de coches de los que descienden siempre hombres que, casi con los pasos medidos, entran en las casas de té, u okiyas, que mantienen una luz seguramente para identificarlas.

De vez en cuando ves que ellas, ataviadas de vistosos kimonos, que habrán tardado más de dos horas en colocárselos -y con ayuda, además- en los que destaca el cinturón, u obi, van de paso hacia alguna parte. Sus pasos son cortos; sus pies, metidos en calcetines blancos, tipo manopla -un compartirmento para el dedo gordo, y otro, mayor, para el resto de dedos-, mantienen el equilibrio del cuerpo sobre dos chancletas de suela de madera que resuenan sobre los adoquines de la calle. No es fácil caminar así. Una de ellas me llamó la atención porque iba acompañada de un hombre mayor. «¿Ha pagado por llevársela a la cama?», pregunté a la guía. «No. Seguramente él es su protector. Edanna. Ella es muy joven; es una maiko, menor de 20 años».

De pronto, giran a la izquierda metiéndose por una calle más estrecha. Se abre una puerta de la que sale otra mujer -¿geisha también?- que tras franquear el paso a la joven, charla durante unos segundos con el hombre, que termina desapareciendo por el fondo del callejón. No hay duda de que estamos frente a otra casa de té, en la que la joven es una alumna y que la mayor es la maestra, o -si no tomé mal el nombre en la oscuridad- ottshosan, que inclina su cuerpo, respetuosamente, cuando pasamos por delante de ella.

Pedro Prieto