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De nuevo, aunque ahora por causas imprevisibles, la Tierra Santa se encuentra al borde de un abismo de incierta salida. El agravamiento del estado de salud del primer ministro israelí Ariel Sharón crea una situación complicadísima de la que será difícil salir con una mínima tranquilidad. Mientras a nivel popular los palestinos demuestran públicamente su alegría por la desaparición política del responsable de muchas de sus desgracias, los israelíes contemplan el nuevo panorama con aprensión y cautela.

No es una buena noticia. Nunca lo es, cuando un ser humano se debate entre la vida y la muerte. Pero solamente a nivel político constituye ya una tragedia. Ariel Sharón ha sido y es una de las figuras internacionales más polémicas de los últimos años. Su actuación, durísima contra el terrorismo palestino, ha estado trufada de abusos y de errores que han provocado las quejas airadas de la comunidad internacional. Sin embargo, en los últimos meses Sharón había dado muestras de desear cierto giro hacia la moderación, alejándose de los postulados más radicales de su partido, el Likud. Abandonando a sus compañeros, había anunciado la fundación de un partido nuevo, de la mano de políticos más progresistas, como Simon Peres. Este hecho prometía, quizá, cierto aire esperanzador en una región que ya ha dado algunos tímidos pasos en favor de la reconciliación, como el desalojo de la franja de Gaza, completado en 2005.

Hoy el paisaje es desolador. El vacío de poder y las renovadas fuerzas que adquirirán los radicales palestinos mientras se apaga la vida de Sharón pueden conducir a Oriente Próximo a un nuevo capítulo de dolor del que será difícil salir.