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El informe anual de la Unesco relativo a su programa «Educación para Todos» constata dos hechos francamente deplorables. Hoy existen en el mundo 770 millones de personas mayores de 15 años que son analfabetas. También pone de relieve dicho informe que los Gobiernos de los países más avanzados escatiman la ayuda necesaria para poner fin a esa situación, hasta el punto de que sólo multiplicando por dos la ayuda actual sería posible la aproximación al objetivo de una enseñanza básica universal. Actualmente, los países desarrollados sólo dedican a educación el 2,6% de su ayuda a los países pobres, y únicamente el 1% de ese porcentaje se destina específicamente a la lucha contra el analfabetismo. Es evidente que combatir el analfabetismo constituye un factor clave para acabar con la pobreza y, al respecto, cada uno es muy dueño de atribuir mayor o menor mala intención a esa política tacaña de los países ricos que por muy diversas razones podrían tener algún interés en mantener en la ignorancia a la población de los más pobres, perpetuando así su miseria. Con independencia de otras consideraciones, la alfabetización de los adultos es algo que guarda relación con el nivel de salud, el aumento de los ingresos y la participación en la vida pública, elemento este último fundamental para lograr el acceso a formas políticas democráticas. Sólo por ello debieran los Gobiernos del mundo, desde una perspectiva ética, poner mayor empeño en que se alcanzaran más importantes cotas de alfabetización en países que están muy necesitados de más desarrollo material y social. Es bien cierto que se ha avanzado bastante desde mediados de un siglo XIX en el que prácticamente el 90% de la población mundial era analfabeta, pero ahora, vistas las cosas desde la óptica del siglo XXI, se nos antojan inaceptables unos índices de analfabetismo que podrían disminuir espectacularmente de mediar un mayor esfuerzo económico y político.