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Cansados de contemplar una y otra vez cómo la naturaleza más cruel se ceba en las poblaciones más vulnerables del planeta, lo último que deseamos es comprobar que también los gobiernos del mundo civilizado les tienen reservado a los más débiles un futuro implacable. Lo que está ocurriendo en las vallas de Ceuta y Melilla no tiene justificación posible. Que nuestras autoridades cumplan la ley devolviendo al país de origen -o al último que pisaron, en este caso- a los inmigrantes ilegales que cruzan la frontera entra dentro de lo cabal, de lo legal. Lo que no tiene nombre es que Marruecos se deshaga de estas personas no mandándolas de vuelta a sus países, sino abandonándolas a su suerte en el desierto del Sáhara, donde ya han perecido varios víctimas de la sed.

No puede imaginarse un destino más cruel, más inhumano y es de la máxima urgencia que no sólo las autoridades españolas le pidan cuentas a las marroquíes, sino que se impliquen con toda la dureza de la que son capaces instituciones supranacionales, como la Unión Europea y la ONU, que hasta ahora han callado y han preferido mirar hacia otro lado.

Porque lo que está ocurriendo aquí, a pocos kilómetros de nuestra cómoda existencia, es un drama de enorme magnitud. Un drama en el que se salta a la torera el respeto a los derechos humanos más elementales. Un drama en el que, nos guste o no, también estamos involucrados los españoles, porque es a nuestra puerta a la que llaman estas personas. Por consiguiente, también Europa está metida aquí hasta el cuello.

Que lo demuestren de una vez y que pongan, además, de manifiesto, la tan cacareada solidaridad y civilización de las que, supuestamente, hacemos gala por estos lares.