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Catalunya ha aprobado con un amplísimo respaldo el nuevo Estatut que consagra a esta Comunitat como una nación y establece un sistema de financiación parecido al que rige desde hace años al País Vasco. Las fuerzas políticas de Catalunya pueden presumir de haber sacado adelante su Estatut con el apoyo de todos los partidos, con la única excepción del PP, una fuerza minoritaria en la comunidad catalana, probablemente a consecuencia de los postulados catastrofistas y apocalípticos, tan alejados de la realidad, que se lanzan desde la dirección nacional del partido conservador y pese a la postura más moderada de su lider catalán, Josep Piqué.

Pensemos que si el País Vasco y Navarra gozan de un concierto económico privilegiado desde hace décadas, ¿por qué no habría de «exportarse» el mismo modelo a otras regiones? Siempre, claro está, que se respete el modelo de solidaridad interterritorial y se sigan las reglas del juego marcadas en la Constitución. Por eso ahora la pelota está en el tejado del Congreso de los Diputados, donde el PSOE tendrá que medir sus fuerzas entre los partidarios de bendecir el acuerdo catalán y quienes ponen el grito en el cielo profetizando nada menos que el fin del Estado español si el Estatut catalán sale adelante tal como está redactado.

La realidad es mucho menos dramática. España es un país moderno que ha evolucionado rápidamente desde aquel 1978 en el que se consagró la Constitución. Por eso ésta debe adaptarse al paso del tiempo y a las situaciones que se presentan. Aprobar el término «nación» puede considerarse un logro simbólico o puede verse como un paso previo para la conquista de un Estado independiente. Pero también son una minoría los que quieren ir por este camino. Lo importante es lograr que Catalunya y las demás autonomías, como Balears, consigan unos respectivos estatutos que reflejen su auténtica realidad. Y esto se puede conseguir a partir de una interpretación abierta de la Constitución, desterrando los inmovilismos.