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Sobrevivió a los campos de concentración y exterminio nazis, pero en adelante dedicó su vida a la memoria de quienes, devorados por aquella insaciable máquina de matar, fueron desposeídos en masa de la dignidad y de la vida. Pero esa dedicación de Simón Wiesenthal, que acaba de fallecer a los 96 años en su casa de Viena, no fue de tipo testimonial, sino activa, y consistió en buscar, capturar y entregar a los tribunales a los autores del genocidio, que en gran número se habían hurtado a la acción de la Justicia. De esa gran obra de Wiesenthal, que restauró mediante la persecución de los criminales el orden subvertido del bien y del mal, debemos sentirnos orgullosos todos los miembros de la familia humana. Tras la somera desnazificación de Alemania y Austria realizada por los Aliados tras la IIGM, éstos no quisieron seguir ahondando en el castigo a los criminales de guerra, conformándose con el procesamiento de unos centenares y la ejecución de unas decenas. Sin embargo, el holocausto en el que se habían consumido seis millones de judíos y tres millones de demócratas, gitanos, homosexuales, republicanos españoles, prisioneros rusos y otros inocentes de toda condición y procedencia, exigía la punición de cuantos habían alimentado sus horrores, asesinos sin entrañas que ahora gozaban de la muelle e impecable vida del probo ciudadano. Simón Wiesenthal se embarcó entonces en la tarea descomunal de reunir y recensar sus delitos y de averiguar sus escondites, proporcionados éstos, en muchos casos, por los Estados y los gobiernos a quienes habría correspondido emprender su captura y castigar el daño infligido. Ha muerto un hombre que dedicó su vida, si no a devolvérsela a quienes les fue arrebatada con tanta crueldad e ignominia, sí a rescatarla de ese otro infierno que es la impunidad y el olvido. Ninguno de quienes habían torturado, vejado, reducido a la esclavitud y asesinado a hombres, mujeres, ancianos y niños se sintió, con Wiesenthal siguiéndoles la pista, seguro, pero el mundo recobró con ello un poco, un poco siquiera, de la decencia perdida.