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Lunes, 6 de agosto de 1945. 8 de la mañana. EEnola Gay, junto con otros tres aviones, sobrevuela Hiroshima. Mientras, abajo, en la ciudad, sus habitantes se disponen a afrontar una nueva jornada. Los orígenes de Hiroshima se remontan a 1594. Fue construida sobre media docena de islas formadas por el delta del río Ota. Cuando la bombardearon tendría alrededor de 344.000 habitantes. Está a unos 900 kilómetros al sur de Tokio, que en tren esa distancia se traduce en algo menos de cuatro horas.

Aquel día soleado de primeros de agosto, el ruido de aviones norteamericanos sobrevolando la ciudad ya se había hecho familiar y no alteraba a nadie. Los habitantes de Hiroshima están acostumbrados a su presencia.

Sin embargo, va a ser un día diferente a otros.
En la madrugada de ese día, el comandante Paul W. Tibbes, que no había cumplido aún los 30 años, despegó el enorme B29 del aeropuerto de la isla de Tinian. Minutos antes lo habían hecho otros tres superbombarderos. Tibbes, que había escrito en el morro del avión Enola Gay en honor a su madre, llamada así, llevaba en las entrañas de su fortaleza volante a «little boy», la bomba. Tres metros de larga, 75 centímetros de ancha, 4.000 kilos de peso, de los cuales 50 eran de uranio 235, y una potencia destructora equivalente a 20 kilotones -o el equivalente a 20.000 toneladas de dinamita- producida por la fisión de un kilo de dicho U-235, que originó una reacción en cadena que, según los cálculos, no debía de producirse en tierra sino a medio kilómetro sobre ella. La explosión, pues, se traduciría en un triple efecto mortal en más de diez kilómetros a la redonda: muerte por onda expansiva (producida por un 50 por ciento de esta energía liberada), por calor, en el momento de la explosión, a algo más de 500 metros del suelo, la temperatura se elevó a un millón de grados, lo que hizo que la de la superficie de Hiroshima, en un radio de 300 metros, alcanzara los 5.000 grados centígrados (por el 35 por ciento), que volatizó miles de cuerpos y destrozó con quemaduras gravísimas otros tantos, y por radiación (por el 15 por ciento), originada por la denominada «lluvia negra», que comenzó a caer sobre la ciudad media hora después de haber explotado la bomba, lluvia que contenía cantidades más o menos importantes de sustancias radioactivas y que afectó sobre todo a aquellas personas que vivían a menos de un kilómetro del hipocentro y que trataban de sobrevivir a las quemaduras.

Muchos murieron instantáneamente, durante los primeros días; otros, en cambio, sintieron sus efectos a partir del segundo año.

En eEnola Gay, perteneciente al grupo 509 de la XX Fuerza Aérea norteamericana, que había puesto definitivamente rumbo a Hiroshima, ciudad en la que no había ningún campo de concentración de prisioneros norteamericanos -esa fue, posiblemente, una de las causas de su elección como blanco-, además del su comandante, Tibbes, viajaban Charles Levis, copiloto; Meter Stiborik, al mando del radar; su ayudante, John Ferebee; Mike Jeppson y John Besser, que tenían que activar a bomba; el radiotelegrafista Barri Nelson; el navegante Van Kira; los electricistas James Shumart y Frederick Duzembury; y Norman Caron, situado en la cola, encargado de la ametralladora.

Cuenta Thomas Gordon en su libro «Enola Gay: mision to Hiroshima», que, según le contó Lewis, el segundo de a bordo, cada tripulante llevaba consigo una cápsula de cianuro que se tomarían en el caso de caer prisioneros de los japoneses. En el caso de no querer tomársela sería ejecutado de inmediato. La «Little boy», obra de Robert Oppenheimer, director del proyecto Manhatam (así se conoció el proyecto para construir la bomba atómica, al que se dotó de dos mil millones de dólares para llevarlo a cabo), había sido probada semanas antes -el 16 de julio- en el desierto de Lamo Gordo (Nevada) habiendo dado un resultado excelente.

Otro artefacto, al que llamaron «fat men» -así llamarían a la bomba que lanzarían sobre Nagasaky-, predecesor de la bomba atómica, fue colocado sobre un soporte de hierro de varias toneladas de peso y al estallar por control remoto hizo desaparecer prácticamente su mastodóntico soporte, lo que significaba que había cumplido a la perfección como el objeto devastador que había sido creado.

Por eso, a bordo todos iban tranquilos, especialmente quienes sabían lo que llevaban, esperando el momento en que el B29, que se ocupaba del estado del tiempo, diera la orden. «Día excelente, sin nubes sobre Hiroshima, visibilidad perfecta», comunicaron a Tibbes desde ese avión. (Si las condiciones climatológicas no hubieran sido favorables, probablemente la bomba habría sido lanzada en Nagasaky o en Kokura, dos ciudades de unas características similares a las de Hiroshima).