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Tras los recientes atentados de Londres, la Cámara de Representantes norteamericana ha necesitado poco tiempo para convertir en casi permanente -tan sólo dos de las disposiciones más duras serán revisadas dentro de 10 años- la «ley patriótica» («Patriot»), o lo que es lo mismo, la legislación especial de la lucha antiterrorista. Dicha ley, que debía expirar a finales de este año, entró en vigor tan sólo seis semanas después de los atentados del 11 de septiembre de 2001, cuando el clima de pánico y nerviosismo hizo posible que la Administración Bush lastrara a la sociedad estadounidense con una serie de normas de acusado tinte antidemocrático. Porque realmente no es una buena noticia para la democracia la pervivencia de una ley que permite al Gobierno, entre otras cosas, pinchar teléfonos por simples sospechas, acudir a un tribunal secreto con el fin de obtener autorización para solicitar datos personales de sospechosos que afectan a su historial médico, sus actividades financieras o empresariales. Si años atrás se actuó con excesiva premura a la hora de promulgar esta ley, se podría decir que ahora se ha actuado, además, con alguna irresponsabilidad. Porque hoy, más calmados los ánimos, era tal vez el momento adecuado para llevar a cabo sensibles mejoras y reformas en una ley que se puede calificar de avasalladora de los derechos civiles. Hubiera sido conveniente, por ejemplo, que se introdujeran enmiendas que protegieran las libertades de los ciudadanos y que, en conjunto, restablecieran el equilibrio idóneo de control del poder. Nada de ello ha ocurrido, y aún pendiente la ley de pasar por el Senado para su definitiva aprobación, se puede decir que Bush, apasionado defensor de la misma, ha ganado su batalla. El interés y los derechos de una buena parte de los norteamericanos son otra cosa.