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Londres amaneció ayer con la tristeza y el dolor de haber sufrido el peor ataque terrorista desde la II Guerra Mundial y con una larga lista de interrogantes que poco a poco van saliendo a la luz. Tras la escasa información inicial ofrecida desde el Gobierno y las pocas imágenes que han sido difundidas sobre los atentados (al igual que el 11-S), emergen ya las primeras polémicas.

La primera de ellas, sobre la decisión del Servicio de Inteligencia británico de reducir desde hace un mes el nivel de alerta ante ataques terroristas. Se equivocó, al igual que cualquier otro país que pueda llegar a pensar que está exento de esta brutal amenaza. La segunda, sobre los autores de la masacre: Bin Laden como único responsable u otras fuerzas emergentes e igualmente radicales residentes en Londres y contrarias a la invasión y presencia de tropas británicas en Irak.

Todos los interrogantes, sumados a la gran preocupación por las víctimas de los atentados, planearon sobre la cumbre del G-8 que se celebró en Reino Unido, reuniones que -por una circunstancia tan lamentable como aterradora- situaron en un primer plano a Blair. Los siete países más ricos del mundo y Rusia se comprometieron a incrementar la cooperación para proteger las redes de metro y tren de ataques terroristas. También acordaron ayudar a los países más pobres, uno de los temas principales de la cumbre, cuya trascendencia ha quedado en cierto modo diluida ante la catástrofe londinense.

Mientras Londres recupera una relativa normalidad, organismos como la ONU firman una resolución en la que se acepta por unanimidad la necesidad de combatir las amenazas a la paz. Está bien, pero a veces da la impresión de que siempre se parte de cero.