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Los atentados que ayer sacudieron el centro de Londres provocando decenas de fallecidos y centenares de heridos, hicieron que el Reino Unido pasara de la alegría por la elección del COI en Singapur a la lógica conmoción. Las explosiones parecen haber sido obra del extremismo islamista, aunque haya que apuntarlo con todas las precauciones hasta que las investigaciones policiales estén más avanzadas. Sin embargo las enormes coincidencias con el trágico 11 de marzo de 2004 en Madrid hacen casi evidente la relación. De confirmarse este extremo, los tres países que participaron en la reunión de las Azores dando carta blanca a la intervención en Irak, habrían sido objetivo de Al Qaeda o de las células que se integran en esta macabra organización de terroristas internacionales.

Aunque se apuntan a las más diversas razones para que se haya sembrado el caos en el corazón de la capital británica, como la elección de Londres como sede olímpica en 2012, algo altamente improbable debido al tiempo que se requiere para preparar unos atentados con semejante precisión, o la reunión del G-8 en Edimburgo cuando la presidencia de turno de la Unión Europea recae precisamente en el primer ministro británico, Tony Blair; lo cierto es que todas las hipótesis están abiertas.

Sin embargo, todo ello no nos debe conducir a confusiones, los asesinos son los terroristas, sean del signo que sean, y su finalidad no es otra que crear el caos y sembrar la muerte y la destrucción. La matanza indiscriminada no puede enmascararse como una acción de guerra.

La respuesta de la comunidad internacional debe ser firme, pero desde la unidad. Los asesinos deben ser perseguidos por vías policiales y puestos a disposición judicial. Pero la fanatización ideológica que se produce en determinados rincones del planeta debe mover a los líderes internacionales a reflexionar con seriedad sobre cómo afrontar un problema que está costando ya demasiadas vidas inocentes.