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Si el domingo el contundente resultado de la consulta francesa sobre la Constitución europea dejaba una estela de preocupación y de consternación entre los más efusivos defensores del tratado, la bofetada del miércoles en Holanda ha supuesto poco menos que la puntilla a ese optimismo que muchos aireaban acerca del futuro de una Unión de veinticinco miembros. Lo cierto es que los rechazos galo y holandés suponen un varapalo importante a un proyecto de Europa que, para la inmensa mayoría, constituye un misterio.

Reconozcamos que los ciudadanos lo ignoramos casi todo acerca de lo que propone ese tratado que nos han hecho votar y, en esas condiciones, pocos podrían aventurarse a garantizar que el contenido de esa Constitución era el más adecuado a nuestros intereses nacionales e incluso continentales. Francia y Holanda lo han rechazado y, sin duda, sus razones habrán tenido.

Lo que está claro, y eso lo percibe el ciudadano, es que la ampliación de la UE a veinticinco miembros supone algunos peligros y desde luego muchas complicaciones por cuanto los diez nuevos son países pobres y muy poblados que probablemente rebajarán el nivel global de bienestar en la Unión.

El «no» nos obliga a detenernos, plantearnos las cuestiones clave y, sobre todo, saber trasladar esas preocupaciones y sus posiles soluciones al ciudadano. Someter a referéndum asuntos tan farragosos sin la necesaria divulgación ha sido un error. Nadie está diciendo «no» a Europa, no es una marea de euroescepticismo. El rechazo es a la forma que esa Constitución preveía para Europa. Una Unión basada en asuntos comerciales y económicos, que quizá haría peligrar el Estado del bienestar que los países más desarrollados disfrutan hoy.