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En el marco de las reformas de unas Naciones Unidas cuya carta cumplirá 60 años en el próximo mes de septiembre se habla ahora de las plazas a ocupar en el Consejo de Seguridad. No se trata de un debate banal, admitidos los problemas que en los últimos años han llevado a dicho Consejo a pronunciarse en asuntos que afectan a la comunidad internacional.

Proponen unos ampliarlo de 15 a 25 miembros, entre los que se incluirían plazas propias para países africanos, asiáticos, latinoamericanos y de la Europa del Este, defendiendo que los nuevos integrantes tengan las mismas obligaciones y responsabilidades que los actuales en lo concerniente al poder de veto en determinadas cuestiones.

Por su parte, también encontramos un grupo, encabezado por Italia, y en el que se halla España, que se opone a la creación de nuevos puestos permanentes. Nuestro país opta simplemente por una ampliación a 25 naciones con representación igualitaria en la creencia de que ello supone la vía más eficaz, democrática y representativa para fortalecer el funcionamiento de la ONU.

No cabe duda de que estamos ante una cuestión de reestructuración de un organismo internacional sobre cuyas atribuciones se han planteado en las últimas décadas serias discrepancias. De la ONU bienintencionada que surgió tras la Segunda Guerra Mundial a la de hoy en día, sobre la que pesa la sospecha de servilismo ante la gran potencia, media un gran trecho.

Y en este sentido, cualquier reforma que repercuta en la noción de que los países menos poderosos pueden aspirar a jugar en la «Liga de los grandes» está forzosamente llamada a disfrutar, inicialmente al menos, de cierta aceptación.