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La peripecia vivida por el dictador «en excedencia» Augusto Pinochet empieza a ser tan prolongada que tal vez merezca la pena recordarla. Todo empezó en 1998, cuando la dirigente comunista chilena, Gladys Marín, presentó una primera querella contra Pinochet por la desaparición, en 1976, de su esposo. El 16 de octubre de 1998, Pinochet fue detenido en Londres por orden del juez Baltasar Garzón, quien, tras acusarle de genocidio y terrorismo, reclamó su extradición a España. Los trapicheos legales de sus defensores permitieron al viejo general volver a Chile, en donde, en enero de 2000, esquivó la acción de la Justicia al considerarse que no estaba en condiciones de ser procesado. Meses más tarde, el Tribunal Supremo de su país lo desaforó y permitió que fuera procesado por el caso «Caravana de la muerte», una causa que sus abogados lograron frenar de nuevo tras un oportuno examen médico.

Desde entonces, la defensa de Pinochet viene burlando todo intento de hacer justicia. Enfermo y sorprendentemente recuperado, el dictador elude la posibilidad de ser arrestado y de que sus bienes sean embargados después de que, amén de su condición de asesino, se haya probado su calidad de ladrón y malversador. Es casi una paradoja que Pinochet acabe finalmente incausado por la desaparición de nueve opositores a su régimen, cuando realmente podría ser responsable del secuestro, tortura y muerte de miles de ellos. Pruebas fehacientes de su participación en aquella multinacional del terror que fue la «operación Cóndor» -que en su momento agrupó a las dictaduras del Cono Sur sudamericano- se amontonan en los juzgados de medio mundo. Mientras, el anciano déspota sufre un achaque en cada ocasión en que se ve obligado a afrontar la acción de la Justicia. ¿Hasta cuándo?