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Venezuela es hoy el quinto país productor de petróleo del mundo. De no darse las circunstancias actuales, en las que el precio del crudo se ha disparado hasta niveles insólitos, es bastante probable que el no menos insólito referéndum convocado por el presidente Hugo Chávez sobre su permanencia en el poder o su abandono del mismo a la espera de las próximas elecciones no hubiera atraído la atención internacional. Pero, ahora, el mundo mira hacia Venezuela y todos evalúan el alcance de la victoria en el plebiscito de un Chávez que podrá seguir con su atrabiliaria política. La demagogia populista del caudillo que se autodefine como «bolivariano» no ha logrado hasta la fecha sino dividir peligrosamente a un país en el que la tradicional oligarquía y la inmensa mayoría de pobres pugnan cada vez más ferozmente en defensa de sus intereses. Chávez se dio a conocer en 1992 tras un frustrado golpe de Estado que le costó la carrera militar. Seis años después, triunfó en las elecciones que le llevaron a una presidencia que abandonó durante un rocambolesco episodio de 48 horas en abril de 2002, para retornar «victorioso» y enfrentarse a una sucesión de huelgas generales que han llevado a la sociedad venezolana a la crisis. Independientemente de la consideración política que merezca su gestión, está claro que Chávez no ha hecho nada positivo por su país. Si antes el dinero del petróleo sirvió tan sólo para fomentar la corrupción y el clientelismo, bajo el mandato del presidente ahora refrendado en las urnas ese dinero ha servido únicamente para alimentar unas «misiones» llamadas a contentar a los desheredados pero sin mayor alcance social. Es evidente que lo que necesita un país como Venezuela, cuya economía podría ser pujante, es auténtica democracia. Y lo malo del asunto es que ni el triunfante Chávez, ni la desarticulada oposición, podrían hoy garantizarla.