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La economía acostumbra a ser la asignatura más ingrata que han de cursar los gobiernos, sea cual sea su signo político. Por un lado, los gobernantes saben que el ciudadano prestará sobre todo atención a los resultados tanto más cuanto en mayor grado le afecten, y, por otro, saben también que ese mismo ciudadano no tiene el más mínimo interés en averiguar cómo se llega a esos resultados y si las cosas se han hecho bien o mal, si la coyuntura económica ha influido en ellos, o si un determinado gobierno está pagando errores cometidos por otro anterior. Resultados, buenos resultados, y no importa cómo se consigan. El actual ministro de Economía, Pedro Solbes, parece ser consciente de todo ello, ya que por el momento, y a diferencia de otros titulares de carteras, está trabajando en silencio, sin grandes anuncios, ni promesas. Solbes cuenta con un sólido equipo, en el que figuran gentes experimentadas que ya tuvieron cargos en lo económico durante anteriores mandatos socialistas. Y tiene ante él un importante reto: el que nuestra economía acceda a un mayor, y mejor, nivel de productividad. Porque si el mandato de Aznar y la política económica de Rato merecieron un aprobado en lo concerniente a crecimiento y creación de empleo, lo cierto es que poco o nada contribuyeron a mejorar una productividad que en este momento está bajo mínimos. España ocupa prácticamente el último puesto en materia de productividad de los Quince, y ello dejando de lado la ampliación europea, que podría suponer el que nos sobrepasaran algunos de los nuevos socios. Aquí se trata de fabricar con mejores costes y precios de lo que se está haciendo, si aspiramos a una economía competitiva. ¿Quién comprará nuestros productos si salen más caros que en otros países europeos -aquí necesitamos más mano de obra para producir lo mismo que otros- y, por añadidura, no son de mejor calidad? Si seguimos como hasta ahora, la respuesta es sencilla.