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El ministro de Hacienda, Cristóbal Montoro, cumplió días atrás con el rito tradicional de entregar a la Presidencia del Congreso los Presupuestos para el año próximo. Y como también es habitual, la contabilización de las cuentas públicas fue acogida con disparidad de opiniones siempre en función de la proximidad, o lejanía, del poder que mantienen los interesados. Así, lo que para el Gobierno es un nuevo éxito más en su lucha por lograr el déficit cero, para la oposición no es sino un apaño, una forma de cuadrar las cuentas a fin de que den los resultados apetecidos. No obstante, los presupuestos para 2004 presentan unos datos que cuando menos cabe calificar de discutibles. Fiel a su pretensión de complacer al elector ante las generales de marzo, el Gobierno alardea de congelar, o reducir, impuestos que en realidad son ya de competencia autonómica y que por tanto recaen ya sobre el ciudadano. Del mismo modo, se ufana de su política de contención de la inflación, «olvidándose» de aclarar que la inflación se «comerá» la cuarta parte de la nueva rebaja del IRPF. Pero lo más notable de todo se encuentra al analizar unos principios contables que establecen supuestos tan sorprendentes como el que adelanta que las deudas de las empresas públicas más deficitarias no son deudas del Estado. Algo que llama doblemente la atención si se tiene en cuenta que las empresas públicas invertirán ahora el 17% más que este año, superando incluso la inversión que se llevará a cabo en los ministerios. Cierto que se trata de filigranas contables que Bruselas permite -aunque no aconseja-, pero no lo es menos que recurriendo a ellas nuestra economía se aleja progresivamente de la media europea. En conclusión, el Gobierno seguirá hablando de equilibrio presupuestario -por más que con las cifras en la mano se gastarán 6.800 millones de euros más de los que se ingresarán-, mientras que la oposición preferirá pensar que, una vez más, las cuentas se han hecho atendiendo a criterios poco ortodoxos.