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Desde que accedió a la Secretaría General de la ONU, en 1997, Kofi Annan se propuso llevar a cabo una reforma de la organización acorde con los nuevos tiempos. Desdibujada durante los años de la guerra fría, la caída del muro de Berlín otorgó a la ONU unas responsabilidades para las que, como se ha demostrado, no estaba preparada. La misma noción de multilateralidad propia de una organización compuesta por 191 países choca hoy frontalmente con la política unilateralista que aspira a imponer Washington.

La organización está obligada a encontrar su verdadero papel en un mundo dominado por los Estados Unidos. La guerra de Irak ha puesto de relieve que la función de la ONU como guardiana de la legitimidad internacional se halla en entredicho, después de que un dividido Consejo de Seguridad fracasara en sus intentos por evitar el estallido del conflicto. En tales circunstancias, no caben inicialmente más que dos alternativas: o se acomete una reforma profunda de la organización, o ésta asume un papel puramente simbólico como el que desempeñó en el pasado, quedando relegada a labores de carácter humanitario o de arbitraje que no suponga compromiso alguno.

Admitido que el segundo supuesto no resulta conveniente a los intereses de la mayoría de naciones que la conforman, procede referirse al primero, la reforma de la organización. ¿Cómo se podría llevar a cabo? ¿En qué consistiría exactamente? Hasta hoy, todo intento de reforma ha chocado con la oposición de quienes no están dispuestos a renunciar a sus privilegios.

Ampliar el Consejo de Seguridad y matizar el derecho de veto de los cinco miembros permanentes (EEUU, China, Rusia, Reino Unido y Francia) es algo de lo que los representantes de esos países no quieren ni oír hablar. Por tanto, aunque una mayoría opine que el actual sistema no funciona como debiera, las posibilidades de estructurar la ONU que se precisan para encarar los retos que planteará el siglo XXI no son muchas.