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El Worldwatch Institute de Washington es una institución independiente, a cuyos informes acostumbran a atender la mayoría de dirigentes mundiales cuando aspiran a tener una idea aproximada del estado del mundo en el que vivimos. Su más reciente informe -«Signos vitales 2003»- no es precisamente de los que inducen al optimismo. En líneas generales establece que, sin una distribución más equitativa de los recursos, este planeta camina hacia la debacle. La miseria y toda la saga de males que la acompaña, unida a la degradación medioambiental, constituyen una auténtica amenaza para la estabilidad mundial.

El sufrimiento se ha disparado en un mundo en el que se contabilizan 12 millones de refugiados, casi 15 millones de personas que mueren a diario a causa de enfermedades infecciosas que serían perfectamente controlables en condiciones adecuadas, y en el que más de 11 millones de niños han perdido a sus padres víctimas del sida. Mientras la economía mundial se ha septuplicado desde 1950, la desigualdad en la renta per cápita entre los 20 países más ricos y los 20 más pobres se ha doblado desde 1980. Casi 815 millones de personas pasan hambre de forma habitual. La economía está hoy gestionada en contra de los intereses de los pobres, eso es algo que se puede concluir sin necesidad alguna de aportar datos aún más deprimentes. En este desolador panorama, apenas encontramos informaciones que induzcan al optimismo. Las guerras, la enfermedad, los intereses más bastardos, se sobreponen a cualquier noción de equidad en el reparto de unos bienes que en pura teoría debieran ser más que suficientes para subvenir a las necesidades de toda la población mundial. Vivimos en un planeta en el que se pretende globalizar la riqueza, pero no la miseria. Unos cientos de millones de afortunados seres humanos se forjan un porvenir a costa de los miles de millones que jamás lo tendrán. Éste es el mundo de principios del siglo XXI.