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La gente trasnocha, está pendiente de la última información, del más reciente comunicado. Pero en este caso no se trata de un gran acontecimiento deportivo, ni de una manifestación cultural de ámbito universal. El mundo está a la espera del estallido de la guerra, una desdicha que la Humanidad arrastra desde el principio de los tiempos y que lamentablemente ha acompañado todo su acontecer a lo largo de los siglos. La guerra, ese mal que deshonra al género humano, en opinión de un clásico como Fenelón, y a la que se llega cuando todo argumento resulta ya inútil y tan sólo la fuerza pugna por imponerse a cualquier razón.

Y esta guerra, la que podría haber estallado a la hora de publicarse estas líneas, o puede hacerlo mañana, pasado o el otro, ha venido precedida como pocas de un rechazo generalizado, de una contestación por parte de un mundo en el que la mayoría piensa que no debiera ser ya tiempo de guerras, sino de concordia, de fraternidad entre unas sociedades que a todo lo ancho del planeta tienen ya suficientes problemas. Pero la codicia, los más bartardos intereses, la fuerza de quienes tienen demasiado, han determinado una situación en la que nadie medianamente sensato querría hallarse.

Los Estados Unidos de América y sus dóciles aliados, dando la espalda a la opinión internacional y al sentir de buena parte de los pueblos, han optado por el recurso a las armas y por iniciar un conflicto bélico de proporciones y consecuencias hoy incalculables. Ante ello, ante semejante episodio de sinrazón, los avances de la ciencia y la técnica, la cultura, los esfuerzos del ser humano por forjar un mundo mejor, apenas quedan en nada. Por desgracia, los hombres de principios del siglo XXI hemos de emplear términos de otras épocas para deplorar que, a estas alturas, sigamos como siempre, matándonos entre nosotros como única forma de hacer prevalecer nuestra razón