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Aún antes de dar la orden de ataque que supondrá el comienzo de la guerra contra Irak, el presidente Bush se halla en estos momentos librando otra guerra, la que le enfrenta a la opinión pública de su país y al sentir de la comunidad internacional, de incierto resultado. Nadie pone en duda que las armas norteamericanas se impondrán en Irak, pero tal vez esa victoria le costará a Estados Unidos una severa derrota a los ojos del mundo. Pese a sus esfuerzos al respecto, Bush no ha conseguido convencer a la mayoría de los que deberían ser sus aliados, especialmente a los más caracterizados, de que la guerra es inevitable. Por el contrario, la idea de que caminamos hacia un conflicto movido por intereses económicos del que se pueden derivar nefastas consecuencias para la estabilidad de la zona en que se desarrollará, gana a diario adeptos. Las «pruebas abrumadoras» de las que habló el presidente norteamericano hace ya demasiado tiempo para justificar la guerra, no aparecen por ninguna parte. La propia sociedad norteamericana que tras el 11 de Septiembre hizo piña en torno a su Gobierno ve desfallecer su patriótico entusiasmo hasta el punto de que hoy, siete de cada diez norteamericanos son partidarios de dar más tiempo a los inspectores de la ONU para que desarrollen su trabajo. Fuera del país la guerra tampoco es una iniciativa que goze de gran popularidad. A las protestas de la calle, de asociaciones y organizaciones, sistemáticamente minimizadas por la Administración norteamericana, se ha sumado recientemente el rechazo de la Europa más independiente en su criterio -obviamente existe otra de recalcitrante servilismo hacia Washington-, encabezada por Francia y Alemania. En tales circunstancias, a un Bush que previsiblemente no va a cambiar de opinión sólo le queda esperar que se produzca ese fenómeno conocido ya por los sociólogos y que determina que una intervención militar gane partidarios a partir del momento en el que se produce. Flaco consuelo.