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El presidente de Colombia, Àlvaro Uribe, tomó días atrás posesión de su cargo en medio de una explosión de violencia que muy probablemente le lleve a reafirmarse aún más en esa política de mano dura que desde los inicios de su campaña presidencial se convirtió en el eje de su programa. Cierto que un Estado que se precie no puede consentir excesos como los registrados en Bogotá por parte de unas crecidas Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). La sociedad de un país desgarrado por casi 40 años de larvada guerra civil, propiciada en buena parte por los maniobreos del narcotráfico, será la primera en exigir a Uribe energía y entereza en la lucha. Pero ello no debe llevar en ningún momento al nuevo presidente a perder de vista la situación real del país en su conjunto. Colombia es hoy una nación en práctica bancarrota. La mayoría de las entidades públicas están en quiebra, el desempleo en el campo supera el 50%, el déficit fiscal roza el 6% del PIB, mientras la deuda externa alcanza ya los 40.000 millones de dólares. Ambos problemas, el de la violencia y el económico, tienen en sí la suficiente entidad como para que Uribe pueda resolverlos confiando tan sólo en la ayuda internacional que le llegue de Estados Unidos o de la ONU. Se hace necesario un verdadero proceso de regeneración que acabe con las malas prácticas tradicionales, una política enérgica en la lucha contra la violencia -sin conculcar en ningún momento las elementales libertades del ciudadano y en conjunto un robustecimiento del Estado, tanto en lo económico como en lo político. Toda actuación política que no se desarrolle entre esas coordenadas estará condenada al fracaso y reforzará la extendida idea de que, hoy, Colombia es el país del mundo más difícil de gobernar.