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La radicalización de las posturas que enfrentan al Gobierno y a la oposición en Venezuela trasciende en alguna medida el marco del propio país, inscribiéndose en el de la política de intereses internacionales. Con una producción diaria de tres millones de barriles de crudo, Venezuela es el quinto exportador mundial de la preciada materia y proporciona a Estados Unidos el 13% de su consumo de petróleo. A nadie se le escapa que, ante la inminencia de una guerra contra Irak, a los norteamericanos lo último que les conviene en este momento es que se le cierre el grifo del petróleo venezolano. A su vez, el país tampoco se puede permitir el estancamiento de una idustria de capital importancia, ya que «Petróleos de Venezuela» genera la mitad de todos los ingresos gubernamentales, suponiendo un tercio del Producto Interior Bruto. Puestas así las cosas, las dos partes en conflicto, oposición y Gobierno, hacen su juego, volviendo la espalda a un pueblo necesitado y, lo que es aún más grave si cabe, creando un clima de alarmante enfrentamiento. Venezuela vive hoy en un estado de larvada violencia que podría estallar con inusitada intensidad en cualquier momento. De hecho ya están viviendo episodios insólitos que hablan de un grado de intolerable extremismo, como sería, por ejemplo, el que la Armada venezolana esté abordando buques petroleros y les obligue a romper el bloqueo. Esa necesidad de que se vuelva a exportar el crudo es el arma principal de una oposición que sabe que, al respecto, va a contar con toda la ayuda norteamericana. Y ante esa formidable presión, Chávez y su gobierno no saben hacer otra cosa que reafirmarse en su barato y estéril populismo y conducir con mala mano un paro general que día a día se hace insostenible. El pronóstico de la situación no es alentador, y entre la amenaza de golpe militar y el estallido de violencia civil irreversible, la sociedad espera acontecimientos que nunca podrán beneficiarle.