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Noemi Martín y Manuel Vicente vivieron su boda, celebrada por el rito gitano, como un cuento de Las Mil y unas noches. Los preámbulos de una ceremonia correspondiente a su peculiar y ancestral cultura comenzaron en casa de la novia, donde se juntaron sus amigas, sus primas y la modista Marita Jordá para ayudarla a vestirse. El vestido que lució, espectacular, fue ideado por un tío suyo. Realizado en raso y 100 metros de tul de tres metros de ancho, estaba cuajado de pedrería, y la cola medía 5 metros de largo por 3 de ancho.

La celebración fue de las que se recordarán. Más de ochocientos invitados llenaron a rebosar la Sala Magna del Pueblo Español. La alegría y el cante se dejaron sentir cuando aparecieron los novios, quienes antes de ocupar sus asientos abrieron el baile y luego cada uno con los espontáneos que se disputaban marcarse unos pasos con cada uno. La novia, correctísima y sin una queja por el gran peso del vestido que debía soportar.

Tras partir la tarta, la novia, con su madre, su suegra, las mujeres mayores y algunas jóvenes casadas, "las solteras no asisten" se retiró a un aposento donde se realizó la prueba del pañuelo, que realizó Carmen, la Juntaora.

Pasada una hora fue cuando en realidad empezó la boda gitana. Porque sin prueba positiva no habría boda y ello fue al salir en hombros la novia, que había pasado felizmente la prueba de la virginidad, vistiendo otro colorista modelo, y el novio, sin la chaqueta del traje. Aquello fue el delirio. Kilos y kilos de peladillas les lanzaron los invitados, según tradición, llegándose a formar una dulce y tupida alfombra.

Ya más relajada la novia, bailó con su marido, mientras los familiares introducían en el escote del vestido billetes de los grandes. Como no podía ser de otra forma, los presentes corearon a los novios el canto del Milleli, que acredita que se han casado.