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La reciente denuncia de los sindicatos de policía en el sentido de que faltan medios humanos y materiales para un mayor control de las mafias, principalmente procedentes de países del este europeo, que se estarían «instalando» en las Islas, pone el acento en un aspecto que viene preocupando seriamente a quienes prestan atención a nuestra evolución socioeconómica. El problema es doblemente grave. En primer lugar, porque debido a la naturaleza misma de nuestro sistema económico la delincuencia organizada contaría aquí con un gran campo posible de actuación; pensemos, por ejemplo, en las facilidades de inversión que encontrarían en un sector como el inmobiliario y en lo peligroso que resultaría que alcanzaran un cierto grado de control sobre el mismo.

Por otra parte -y esto es lo que lo convierte en doblemente inquietante- estaríamos ante un fenómeno lento, gradual, difícil de detectar día a día, y cuyas consecuencias se advertirían cuando el mal fuera ya de compleja yugulación. Es un hecho que al hombre de la calle parece hoy por hoy preocuparle más una inseguridad ciudadana, siempre más inmediata, que la incidencia de una delincuencia organizada, más difusa pero socialmente más peligrosa. Y es tal vez por ello que desde el ámbito político, habitualmente atento a la inquietud del ciudadano votante, no se brinda el apoyo debido a la lucha contra las presuntas mafias.

Es del todo necesario que semejante situación cambie, como también lo es que exista una mayor coordinación, tanto entre las fuerzas del orden que operan en las Islas, como entre éstas y las de los restantes países que integran la Unión Europea. Con todas sus limitaciones, tanto la legislación comunitaria, como nuestra propia Ley de Extranjería, posibilitan actuaciones más eficaces al respecto.