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Hace tiempo que la inmigración se ha convertido en un tema candente que diariamente es noticia en los medios de comunicación. Y lejos de disminuir, esta tendencia va en aumento. Muchas veces nos encontramos con planteamientos simplistas del tipo «inmigración = delincuencia» y cosas por el estilo. Las voces que en Europa se levantan en contra de la entrada masiva de personas procedentes de otras culturas son cada vez más fuertes y los movimientos xenófobos y racistas se están poniendo peligrosamente de moda en la mayoría de los países desarrollados. De cualquier manera las soluciones que se están proponiendo parece que van dirigidas a atajar únicamente los síntomas, más que a tratar la raíz de la enfermedad.

Una visita a Marruecos, dejando de lado los circuitos turísticos, es suficiente para hacerse una idea de la magnitud del problema. Por una parte está la postura ambigua de las autoridades marroquíes, que utilizan el control de los flujos migratorios como moneda de cambio a la hora de tratar con los gobiernos europeos. Por otra, la Europa desarrollada necesita un contingente de mano de obra barata para continuar su fabril crecimiento, pero a la vez recela y teme la entrada masiva de inmigrantes. Y, finalmente, tenemos la tremenda presión mediática que Europa ejerce sobre las masas de jóvenes africanos e incluso en el más remoto aduar nos encontramos con las antenas parabólicas para poder ver las cadenas de televisión europeas, aunque para ello se tenga que recurrir a unas baterías que son recargadas con un generador y trasladadas a lomos de un burro hasta estos pueblos que carecen de electricidad.

Esta situación, unida al fuerte crecimiento demográfico y a la escasez de oportunidades económicas que ofrece el mercado interior aboca a la juventud de Marruecos a la aventura de las pateras, en la que se invierten los ahorros familiares y se pone en peligro la propia vida. En las medinas, en los zocos, en los caminos rurales, en los arrabales de las grandes ciudades, nos encontramos con una multitud de jóvenes desocupados que no tiene otro sueño que llegar a Europa. Unos jóvenes que, por otra parte, conocen de memoria todos los equipos de las ligas de fútbol europeas, pero desconocen lo más elemental de la historia de su propio país y tienen serias dificultades para leer o escribir tanto en árabe como en francés o las lenguas oficiales de Marruecos. Un ejemplo significativo de esta situación lo encontramos en el hecho de que al explicar que somos de Mallorca, ellos contestan que Mallorca es España y que lo saben porque Mallorca tiene un equipo de fútbol en la primera división española; pero ninguno de ellos es capaz de localizar Mallorca en un mapa.

Las soluciones a este conglomerado de problemas son complejas y pasan inevitablemente por actuaciones valientes y decididas por parte de las administraciones. Evidentemente, es primordial un esfuerzo para potenciar la formación tanto profesional como cultural de estos contingentes. Y es en este campo donde se están llevando a cabo una serie de iniciativas, tímidas e insuficientes, pero que permiten tener alguna esperanza de que en el futuro las cosas pueden cambiar. Quienes llevamos más de veinticinco años visitando Marruecos recordamos cómo en las zonas rurales era muy raro ver niños o niñas camino de la escuela; se decía que «en Marruecos la enseñanza es obligatoria... para los que pueden ir a la escuela». Hoy, en las cercanías del los pequeños núcleos de población encontramos escuelas y el trasiego de niños y niñas cargados con sus mochilas escolares es constante. Aun así queda mucho por hacer.