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Como expresión de un extremismo brutal toda guerra genera en torno a ella una radicalización intelectual, una agudización de las posturas previas, de los presupuestos ideológicos, que la convierte en doblemente peligrosa. Al hecho tremendo de que los seres humanos se maten entre ellos, hay que añadir ese segundo riesgo, incruento pero no menos inquietante, que supone el posible desarrollo de autoritarismos, de actitudes que en momentos difíciles pugnan por imponerse a aquellas otras que habitualmente vendrían dictadas por la razón.

Esa invisible «onda expansiva» es la que en los tiempos que nos esperan amenaza con abarcar países y pueblos enteros. Lo que hace necesario el prevenirse contra ella.

Algo que en el interior de los Estados Unidos ya han empezado a hacer organizaciones y movimientos en pro de las libertades y los derechos civiles, cuyos responsables temen que la ola de desaforado patriotismo y obsesión por el orden que casi inevitablemente acompañará al conflicto que se avecina, acabe por arrollar los elementales derechos que en toda democracia tiene un ciudadano.

Signos de que ello podría ocurrir ya se están dando. Los Estados Unidos, aun admitiendo como lógica la indignación que hoy recorre el país, deben ser capaces de comportarse como una sociedad abierta, dentro y fuera de sus fronteras.

Ya que si la tragedia que ahora han sufrido les llevara al fanatismo y la caza de brujas, ello equivaldría a aceptar que quienes atentaron de tal forma contra el pueblo norteamericano han vencido en su lucha. Y eso es algo totalmente inaceptable desde un punto de vista occidental.