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Hace ahora unos meses, en septiembre, desde distintos sectores de la sociedad española se levantaron voces de protesta a la vez que se convocaron movilizaciones en contra de las arbitrarias subidas en los precios de los carburantes dictadas por las grandes petroleras que operan en el país. Pero, sea por la natural inconstancia del consumidor en su queja, o bien por los muchos motivos que tiene para estar quejoso por otros tantos asuntos, lo cierto es que la tormenta amainó con relativa rapidez. No obstante y desde una perspectiva razonable, sería lógico esperar que continuaran de una u otra forma las protestas, puesto que subsisten las causas que las determinaron. El absoluto fracaso de la liberalización de los precios de los carburantes, que no ha surtido el efecto deseado, merece un análisis más serio que el llevado a cabo por el Gobierno. Veamos. El monopolio energético se desmanteló en España en 1992, y en octubre de 1998 el Ministerio de Industria, que hasta entonces fijaba los precios máximos, dejó libertad a las compañías petroleras para que pusieran sus propios precios. Aquí empezó todo. Entre 1998 y diciembre del año 2000, la gasolina sin plomo, la de mayor consumo, se ha encarecido en un 30%, pasando de 109'2 a 140 pesetas por litro. El gasóleo, liberalizado desde 1996, ha subido un 45%, desde las 88'9 pesetas de 1998 hasta las 128'9 del pasado diciembre, siempre ciñéndonos a los datos del período en cuestión. Las razones aducidas por las grandes petroleras "incremento de las cotizaciones del petróleo y del dólar" apenas convencen a un consumidor quejoso ante ese anormal proceso de conversión de un monopolio en un oligopolio. Falta competencia. Y se haría necesario que el Gobierno se planteara muy seriamente el restablecer un control sobre los precios. De lo contrario, a nadie podrá sorprender que tarde o temprano se reproduzcan las protestas.