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En 1974, el estallido del «caso Watergate» sirvió no tan sólo para desenmascarar a un Nixon que se dedicaba a espiar a sus adversarios, sino también para poner de relieve el hecho de que durante las campañas electorales, empresas, particulares y grupos de presión entregaban importantes cantidades de dinero a los distintos candidatos. A fin de disponer un control sobre la situación, se aprobó una ley que limitaba a 1.000 dólares la cantidad que podía donarse a una candidatura concreta, lo que se conoció como «hard money». Al resultar insuficiente dicha cantidad para pagar los elevados costes de la publicidad, se arbitró el conocido como «soft money», que al establecer un margen ilimitado de «salvación» "el candidato puede realmente recibir todo el dinero que se le entregue echaba por tierra la nueva legislación al respecto. Conscientes de ello, un grupo de republicanos y demócratas, encabezados por el senador republicano John McCain, llevan ya tiempo empeñados en una campaña encaminada a poner coto a lo que consideran un peligroso exceso. Una nueva ley que ha pasado ya por el Senado le queda comparecer ante la Cámara de Representantes, el hipotético veto presidencial y el recurso al Tribunal Supremo" persigue ahora limitar el exagerado poder que el dinero tiene en la política norteamericana, elevando de 1.000 a 2.000 dólares la cantidad que los particulares pueden entregar a los políticos, pero cerrando el paso a cualquier otra posibilidad. La intención es buena, pero lo loable de la misma no la convierte necesariamente en eficaz. Mucho nos tememos que no tardarán demasiado candidatos y responsables de partidos en hallar nuevos trucos con los que convertir en papel mojado la ley que podría aprobarse. Al fin y al cabo, el poder en Estados Unidos siempre ha marchado de la mano del dinero.