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Un juez argentino ha declarado inconstitucionales las leyes de punto final y obediencia debida. Promulgadas por el gobierno de Raúl Alfonsín en 1987, bajo intensa presión de los militares, fueron derogadas en 1998 por el Parlamento del país aunque sin efectos retroactivos. Antes, en 1990, el sospechoso indulto del presidente Carlos Menem a los jerarcas de la dictadura obstruyó los procesos que no habían sido incluidos en las leyes de Alfonsín y, por supuesto, la posibilidad de otros. En conjunto se «legalizaba» así un monstruoso atropello no tan sólo a las leyes de un país que había recuperado la democracia, sino también a unos derechos humanos sistemáticamente vulnerados durante la dictadura que se prolongó entre 1976 y 1983. «Cerrado» el pasado, los responsables del sufrimiento de muchos seres humanos que ya no tenían futuro se dispusieron a integrarse en una sociedad a la que habían maltratado. La más brutal de las represiones quedaba atrás y para muchos que no se lo merecían empezaba un tiempo nuevo en el que algunos se empeñaban en que se olvidara aquello que resultaba inolvidable. El intento de enterrar el pasado, desde el principio se le antojó a otros como la quiebra de un sistema que para perdurar clamaba por su depuración. Ahora, la decisión judicial devuelve la razón a quienes creían haberla perdido para siempre. En Argentina murieron o desaparecieron unas 30.000 personas. Su sangre reclama justicia y el sufrimiento de quienes desde cerca sobrevivieron a las víctimas de aquella barbarie exige una reparación. El negro pasado de la dictadura, la torpe y cruel ejecutoria de la Junta Militar, precisa de la luz del esclarecimiento de muchos ecos aún hoy inexplicados e inexplicables. No se trata de venganza, ni de rencor, sino de JUSTICIA. Y entenderlo así equivale a poner un grano de arena en la construcción de un mundo mejor, más justo y más habitable.