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Mal se pinta el futuro en Israel tras la rotunda victoria de Ariel Sharon, un personaje siniestro, responsable de la vergonzosa matanza de niños y mujeres refugiados en Shabra y Shatila, que horrorizó al mundo entero, de la invasión del Líbano en 1982, e impulsor de los asentamientos judíos en Cisjordania y Gaza. Para muchos es, además, un terrorista convertido en político. Su dureza para con el «problema palestino» es bien conocida. Durante la campaña electoral que le ha llevado con honores a convertirse en primer ministro israelí ha echado piedra tras piedra sobre el tejado de las negociaciones de paz, aunque ha admitido que sería capaz de hacer «dolorosas concesiones» con tal de mantener viva la esperanza de un arreglo. Lo grotesco es que para él, militar de carrera, esas concesiones son simplemente renunciar a la reconquista de los territorios que ya pertenecen al pueblo palestino.

Así las cosas, el futuro parece claro y se definirá en una de estas opciones: primera, Sharon consigue formar un gobierno de unidad nacional con los laboristas, lo que le obligaría a suavizar su postura en cuanto a las negociaciones con los árabes; o segunda, sólo obtiene el apoyo de la derecha y la ultraderecha, con lo que la única salida para la situación es el enfrentamiento armado.

La noticia ha sido acogida con cautela en todo el mundo e incluso sus vecinos, los jordanos, han considerado que la llegada al poder de este peculiar personaje es «un peligro para la región». Tal vez sea pronto para pronósticos tan agoreros, pero según están las cosas en Oriente Medio, sólo una astuta y firme intervención internacional en favor de la paz podría hacer que Sharon dejara de lado sus posturas intransigentes y se aviniera a proseguir con un proceso difícil, pero esperanzador. De no ser así, la alternativa será la guerra.