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El miércoles asistimos incrédulos a la noticia del cierre de una residencia de ancianos ilegal en Binissalem, donde al parecer diez personas mayores vivían en condiciones precarias después de abonar entre sesenta y cien mil pesetas mensuales. El centro, situado en una casa de campo, carecía de todas las licencias y amenazaba ruina. Ante la denuncia de un familiar, la Conselleria de Benestar Social actuó rápida y contundentemente al ordenar el cierre inmediato de la residencia y la reacomodación de los internos en otros centros. En una situación normal hubiese sido más lógico efectuar el traslado con más tiempo, pero dada la psicosis creada con los derrumbes es comprensible que no se haya querido esperar ni un minuto.

Lo ocurrido pone de manifiesto, primero, como se ha visto en el caso del Hotel Tívoli, que hay empresarios que se saltan «a la torera» todos los trámites legales necesarios para llevar a cabo un negocio con garantías de seguridad. Y, después, que la necesidad de muchas familias de que sus mayores sean convenientemente atentidos veinticuatro horas al día favorece la picaresca de algunas personas que se aprovechan para obtener unos ingresos millonarios a cambio de muy poco.

Pero, por detrás de todo ello, queda patente una situación social que va a más y que, en unos años, supondrá verdaderos problemas en una comunidad como la nuestra. La población anciana se multiplica mientras que carecemos de servicios sociales en consonancia.

La Conselleria ya advierte que no tiene medios para resolver el problema, dejando la solución en el ámbito familiar, incapaz en muchas ocasiones de atender a sus mayores, o remitiéndose a la iniciativa privada legal, con un coste económico inabarcable para muchos ciudadanos. Pero no basta advertir. La Administración debe hacer un mayor esfuerzo. Al no hacerlo fomenta la aparición de residencias ilegales que ofrecen sus servicios a unos precios más económicos pero que esconden, en la mayoría de los casos, un trato deplorable.