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Nuestro país goza de una larga, larguísima, tradición de lo que conocemos como «picaresca», que hemos sabido exportar a Latinoamérica y que, aún hoy, sigue haciéndonos cierta gracia. En eso nos distinguimos del resto de la humanidad. Aquí siempre ha habido cierto regodeo en el engaño, la estafa, la trampa en la que caen los poderosos para beneficio de los ciudadanos corrientes y molientes. Algo así es lo que ha ocurrido ahora en nuestras Islas, donde se están descubriendo fraudes millonarios llevados a cabo con los fondos europeos que Bruselas destina a la formación profesional.

No es de extrañar que algunos rufianes se hayan frotado las manos al saber que Europa "una entidad amorfa, lejana y, sobre todo, muy rica" iba a conceder subvenciones multimillonarias para esto o aquello. Y no hayan dudado en poner en marcha cualquier procedimiento ilícito para apropiarse de parte de esos fondos que nadie parecía controlar. Pero, ay, resulta que sí, que la todopoderosa maquinaria burocrática europea también tiene sus mecanismos de control y los fraudes han saltado a la palestra. Ahora hay que exigir al conseller de Treball, Eberhard Grosske, que llegue hasta el final en su investigación y no dude en dar los nombres de los que hayan cometido irregularidades, sean los sindicatos o las patronales.

Por de pronto hay que devolver a Bruselas cientos de millones, que no saldrán de los bolsillos de quienes se los apropiaron indebidamente, sino del de todos nosotros, los contribuyentes. Ahora bien, algo debe quedarnos claro: no es oro todo lo que reluce y tampoco carbón. Entre las instituciones que ofrecen formación profesional en Balears hay "la gran mayoría" honradez, transparencia y buenas artes. Pero, ya se sabe, en toda familia hay garbanzos negros que salpican a todos.