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Desde que se aprobó en 1978 por referéndum la actual Constitución española hasta hoy, el texto legal ha trascendido su esencia para convertirse en una institución sagrada e intocable. Así al menos lo ven muchos líderes políticos que dirigen el país o aspiran a hacerlo. En el otro extremo, los nacionalistas vascos y los republicanos catalanes reclaman, en este 22 aniversario de la Carta Magna, una reforma que garantice el derecho de autodeterminación de los pueblos y una revisión a fondo del papel del Senado.

Quizá no sea éste el momento adecuado, estando como estamos en plena vorágine etarra y con varios partidos políticos enfrentados de forma frontal, pero no tardará en llegar el día en que nuestra Carta Magna deba reformarse para dar respuesta a muchas de las lógicas reivindicaciones de autogobierno de las comunidades autónomas que se han quedado constreñidas con la normativa actual.

Recordemos que el texto cumplió hace mucho la mayoría de edad, lo que significa que en España viven y sienten distintas generaciones, algunas que jamás han conocido la dictadura y apenas han oído hablar de la Guerra Civil o del franquismo, contextos en los que nació la Constitución. No resulta, pues, alocado pensar en adaptar la Carta Magna a la realidad de hoy siempre que sea necesario.

Quienes se muestran reacios alegan que las constituciones se redactan para durar y por ello se deben hacer con un espíritu abierto y flexible. Sin embargo, veinte años es un período de tiempo largo y denso, especialmente para la reciente historia de España, que ha sufrido un cambio vertiginoso, convirtiéndose en un Estado plurinacional que reclama los derechos de pueblos muy diversos e insertándose de pleno derecho en una Europa unida, solidaria, pacifista y moderna que, veintidós años atrás, era difícil de imaginar.