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El pasado 20 de noviembre se conmemoraba el Día Mundial de los Derechos de la Infancia. Una celebración en la que a lo largo de los países más avanzados se pronunciaron hermosas palabras, se bordó la retórica y se formularon hipotéticos proyectos con vistas a los años venideros. Lo malo del caso es que muchos, muchos niños de los cinco continentes no pudieron celebrar el día, simplemente porque no se enteraron, o bien porque no tenían la más mínima razón para hacerlo. Al menos 600 millones de niños viven en la pobreza y 100 millones sobreviven como pueden en la calle. Unicef cifra en 11 millones los niños que hoy en día son refugiados, bien solos o en compañía de sus familiares. La explotación laboral de la infancia afecta a unos 120 millones de criaturas. A los que hay que añadir los «niños de las guerras», los más terribles, los más patéticos; esos 300.000 menores que empuñan las armas en distintas zonas del planeta. La Convención Mundial de los Derechos de la Infancia, aprobada en 1989, sigue siendo eso, una convención "en minúscula" más que se incumple casi sistemáticamente, tanto en el mundo pobre como en el rico. Ya que no olvidemos que la infancia maltratada en sus más elementales derechos "los mismos que los de los restantes seres humanos, más los inherentes a su débil condición" no es patrimonio exclusivo del mundo pobre. En suma, estamos ante un problema que se minimiza a fuerza de dramatizar lo sin convicción, de enternecerlo de cara a la galería. Resulta tan fácil compadecer a un niño que sufre, como hacer oídos sordos a su lejano llanto. No hay que engañarse, a los gobernantes del mundo este tipo de cuestiones les tienen relativamente sin cuidado, florituras retóricas aparte. Mientras, la infancia sufre y enferma "cada día unos 8.500 niños entran en el censo del sida", es avasallada en sus derechos y tiranizada en sus deberes. Mal porvenir tiene un mundo que consiente todo ello. Dice el Talmud que el mundo solamente se mantiene por el aliento de los niños. Hacemos mal en sofocarlo.