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La movilización tras el asesinato de Ernest Lluch dejó un mensaje bien claro: la ciudadanía exige un cambio, un gesto, cualquier iniciativa política que sirva para poner obstáculos a los terroristas que, como volvió a demostrarse ayer, pretenden sobresaltarnos a diario con sus planes macabros. Si alguien había albergado la esperanza de que esa manifestación en Barcelona, en la que Juan José Ibarretxe y José María Aznar compartieron pancarta "junto con los demás líderes políticos del país", daría el empujón definitivo a un acercamiento entre partidos, quedó bien defraudado ayer, cuando el presidente del Gobierno dejó claro una vez más que no está dispuesto a dialogar con el PNV hasta que no rectifique sus enunciados independentistas.

Pero el sueño secesionista está contemplado en los estatutos de este partido centenario desde siempre y nadie puede escandalizarse por la defensa pacífica y democrática de unos ideales, sean los que sean. De ahí que sorprenda la actitud "de una firmeza implacable" de Aznar, que corta de raíz cualquier intento de conseguir la necesaria unidad democrática contra la violencia de ETA justificándose en la coincidencia de objetivos "una hipotética independencia vasca" entre el PNV y la banda armada.

La respuesta del partido en el Gobierno sigue siendo la persecución policial del terrorismo. Una apuesta, desde luego, imprescindible, aunque insuficiente. Y la prueba es que este año se cumple el 32 aniversario del primer crimen etarra, cometido en 1968. Por fortuna, los intentos de ayer fracasaron y, además, las fuerzas del orden lograron capturar a uno de los presuntos asesinos. Pero cabe pensar que si más de tres décadas de persecución no han acabado con la banda armada, esta solución requerirá otras acciones políticas que, cuando menos, le muestren a ETA que se encuentra completamente sola y fuera de lugar.