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Con los primeros vientos del otoño el mar pierde el aspecto apacible y cálido del verano. Las olas, anecdóticas en las playas en plena canícula, se tornan amenazantes cuando sus crestas rompen con furia contra los acantilados. Un espectáculo popular en enclaves como el mirador del Castell Sant Carles.

Con el progreso científico alcanzado durante el siglo XVIII se establecieron los cálculos exactos que, perfeccionados, rigen en nuestros días. En tiempos antiguos la velocidad se calculaba en función de la velocidad máxima que alcanzaban los veleros. La fuerza del oleaje y, por consiguiente, del viento impulsor, se mide por la escala Beaufort, que consta de hasta 17 graduaciones. Su nombre se debe al almirante inglés Francis Beaufort (1774-1857). En 1829 fue nombrado hidrógrafo del Almirantazgo y obtuvo el grado de almirante en 1846. En 1806 publicó su famosa «escala de la fuerza del viento» que fue adoptada por el Comité Meteorológico Internacional en 1874.

En sus orígenes la escala tenía doce grados, pero al detectarse que los ciclones tropicales podían superar los 100 nudos, se añadieron cinco más, conservando la denominación original, en tributo a su investigador.

La escala posee unas equivalencias anemométricas y del estado de la mar con una correspondencia directa entre la acción del viento y la altura de las olas, según la escala de Douglas. Así, también registra los efectos observados en tierra y en la mar. La medición pues, va desde la calma que equivale al grado 0 en viento y olas, al 17 que contempla efectos tales como grandes daños terrestres y una atmósfera formada de espuma en lo que se conoce como «mar blanca», denominada huracán por Beaufort y confusa por Douglas. Entre ambos extremos se suceden la ventolina/llana; flojito/rizada; flojo/rizada; bonancible/marejadilla; fresquito/marejada; fresco/gruesa; fescachon/muy gruesa; duro-muy duro/arbolada y temporal-borrasca/montañosa, con alturas de olas que oscilan entre 1 y hasta más de 25 metros.